En 2001, el investigador canadiense Bob Kull vivió más de un año completamente solo en una isla remota de la región de Última Esperanza, en la Patagonia chilena. Su objetivo: explorar los efectos físicos, emocionales, psicológicos y espirituales del aislamiento extremo como parte de su tesis doctoral.
Habitó una cabaña improvisada de madera y plástico, rodeado de frío, humedad y silencio absoluto. Llevó consigo herramientas, un kayak, un bote inflable… y a su gato.
Enfrentó tormentas, reparaciones constantes, escasez de comida, ropa mojada y dormir fue un reto: su tienda quedó inundada por la marea en los primeros días.
Autogestión radical
Sufrió un absceso dental sin acceso a atención médica y con ayuda remota de una amiga enfermera, se extrajo el diente él mismo, atándolo a una mesa.
Soledad como camino espiritual
Los domingos se abstenía de toda actividad para enfrentar el vacío emocional.
Experimentó tristeza, miedo, pero también conexión profunda con el paisaje.
Aprendió a aceptar lo que no puede controlar y a encontrar paz en la rendición interior.
El regreso
Fue rescatado por la Armada chilena tras más de un año.
Al partir, se sentó en la popa del barco y observó cómo la isla desaparecía en la distancia.
Hoy vive en Vancouver, pero sigue buscando momentos de retiro en la naturaleza.